
Uno más de los millones de blogs,¿ por qué hacerlo entonces? Para comunicar algunas cosas, eso sí, sin grandes pretensiones. Lecturas, músicas, películas,TV, ...elementos de los andamios con los que se va configurando nuestro pasar por la vida y que la hacen más atractiva. Y también, por qué no hacerlo, algunas impresiones y/o reflexiones y/o opiniones sobre la actualidad. El autor: Un exprofesor de Geografía e Historia de secundaria con varias aficiones y sin ninguna especialización.
lunes, 30 de agosto de 2010
Brillante, como siempre, Javier Marías
Es el único articulista al que soy capaz de leer, o mejor dicho del que soy capaz de terminar un artículo. Suelo coincidr casi al 100% con lo que dice. No sé si en ello influirá el haber nacido y vivido mucho años a menos de 200 metros de él, pertenecer al mismo barrio, Chamberí, o a qué será debido, pero así es. También me encanta como novelista aunque aún me queda parte de su obra por descubrir, pero como se va viendo en este blog, novelistas me gustan muchos; articulistas, insisto, sólo Marías. ¡Ah!, se me olvidaba, también comparto su mala leche.

domingo, 29 de agosto de 2010
Más, y muy bueno, sobre los campos de concentración


sábado, 28 de agosto de 2010
Artículo en Babelia de Muñoz Molina sobre Chaves Nogales y Arturo Barea
REPORTAJE: IDA Y VUELTA
Dos exilios ingleses
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 28/08/2010
No es improbable que Arturo Barea y Manuel Chaves Nogales se cruzaran alguna vez en el Madrid de la República y en el de los primeros meses de la guerra
No es improbable que Arturo Barea y Manuel Chaves Nogales se cruzaran alguna vez en el Madrid de la República y en el de los primeros meses de la guerra. Nacieron los dos en 1897 y tuvieron vidas hasta cierto punto paralelas que sólo se encuentran en esta tardía posteridad en que los dos vuelven a ser leídos y en la que reciben una consideración literaria y política de la que no disfrutaron en España mientras vivían. Los dos son escritores en los márgenes de lo aceptadamente literario: Chaves Nogales, un periodista activo, de reportaje y de crónica, no de aquellos plomizos artículos de fondo que publicaban en los periódicos los escritores reconocidos de su tiempo; Arturo Barea, un autodidacta que encontró su vocación después de los cuarenta años, en medio de las urgencias y las angustias de la guerra, y sobre todo un poco después, en el exilio, en París y en Inglaterra. De Chaves Nogales, durante muchos años, sólo se conoció el Juan Belmonte que Javier Pradera volvió a editar en Alianza. A Barea muchos lo descubrimos cuando su trilogía de La forja de un rebelde se publicó por primera vez en España en los primeros ochenta, una época poco propicia a ese tipo de literatura. El olvido póstumo los había igualado a los dos. En los catálogos trabajosamente recobrados de la literatura del exilio no había mucho lugar para ellos. De Barea sabíamos vagamente que durante un tiempo fue muy leído fuera de España, pero no teníamos idea de la amplitud de su éxito. Y de cualquier modo, ni siquiera era seguro que La forja pudiera ser considerada literatura, en un país en el que existe el prejuicio de que literatura quiere decir ficción: ¿no eran más bien unas memorias algo descuidadas, un testimonio histórico?
Hay otra explicación más para el olvido de Chaves y Barea, que tiene también que ver con sus vidas paralelas. Si ninguno de los dos se ajustaba a las ortodoxias de lo literario tampoco respondían a las ortodoxias políticas de la cultura antifranquista, que podían ser tan excluyentes como cualquier ortodoxia. Tanto Chaves como Barea habían sido intachablemente republicanos, pero también muy libres en sus posiciones personales, y desde luego ninguno de los dos había pertenecido al Partido Comunista ni gravitado bajo su influencia. Los dos se marcharon al destierro, pero eligieron irse antes del final de la guerra. De nuevo el paralelismo del azar, la posibilidad de un encuentro del que no queda constancia: Chaves Nogales, que había dirigido en Madrid el diario Ahora hasta que el gobierno abandonó la ciudad el 6 de noviembre de 1936, se fue un poco después a París y allí permaneció sobreviviendo malamente en los cafés baratos y en los hoteluchos donde se alojaban los refugiados políticos de media Europa; a uno de esos hoteles llegaron en febrero de 1938 Arturo Barea y su mujer Ilse, un hotel llamado Delambre o De l'Alhambre en cuyo nombre quedó inscrito para los dos el recuerdo del hambre que pasaron en él.
En París, mientras se buscaban desesperadamente la vida, Barea y Chaves sintieron una urgencia semejante por encontrar las palabras que dieran forma a la experiencia íntima y colectiva del cataclismo español del que con tanto remordimiento habían escapado. Ninguno de los dos puso sus prejuicios ideológicos o sus lealtades políticas por encima de la torturada decisión de contar la verdad, lo que habían visto con sus ojos. El precio de esa actitud fue tan alto que los dejó en una intemperie dolorosa mientras vivían y siguieron pagándolo mucho después de la muerte: proscritos en el interior del país durante la dictadura por haber sido fieles a la legalidad republicana; incómodos o directamente inaceptables para la cultura política del exilio y la resistencia, porque la forzaban a mirarse en un espejo en el que se veían -se siguen viendo- con la misma claridad el heroísmo y el crimen. En una época en que la democracia parecía una antigualla por comparación con la modernidad de las dictaduras fascistas o comunistas, Chaves Nogales se definía a sí mismo como "un pequeño burgués liberal". Barea, que en España perteneció al Partido Socialista y a la UGT, en Inglaterra se afilió al Laborismo.
Desde la atalaya de París Barea y Chaves vieron con idéntica lucidez y amargura cómo los enjuagues de la política europea iban volviendo inevitable la derrota de la República española. Extranjeros en un país cada vez más xenófobo, refugiados políticos que se enfrentaban a diario al acoso de la policía, a la inseguridad sobre sus documentos, a la hostilidad sorda o descarada de la gente, Chaves y Barea experimentan en carne propia la descomposición gradual de una democracia que de antemano se ha rendido al nazismo. Venían de una ciudad hambrienta y sitiada que en noviembre de 1936 resistió sin más armas que la furia de la bravura popular el asalto de todo un ejército: en París les asombraba por igual la abundancia de comida y de luces en las calles nocturnas no oscurecidas por ninguna guerra y la inconsciencia frívola de quienes preferían no enterarse que la guerra también les alcanzaría a ellos.
Barea se marchó a Inglaterra en febrero de 1939. Chaves Nogales, periodista siempre, se quedó en Francia hasta el último momento, asistiendo al derrumbe, a la inaudita rendición sin lucha de un ejército poderoso y de una clase política podrida, escribiendo crónicas que se olvidaron muy pronto y que setenta años después, revelan una clarividencia luminosa, y también una esperanza insensata en lo que entonces, el verano negro de 1940, no creía casi nadie, la superioridad de la democracia sobre el totalitarismo. Leer hoy La agonía de Francia es encontrarse con una inteligencia política y una escritura de periódico que cortan el aliento, y también indignarse de que un libro así pudiera caer en el olvido.
En Inglaterra Barea tuvo una vida laboriosa y feliz, en gran parte gracias a la presencia de Ilse, que le dio el aliento que necesitaba para convertirse en escritor. Traducida por ella al inglés, La forja de un rebelde fue un éxito internacional. Después de tanto destierro, Barea se hizo ciudadano británico y llevó una apacible vida inglesa, en una casita de campo cerca del Támesis. Escribía, cuidaba el jardín, daba charlas en la BBC, cocinaba para sus amigos excelentes comidas españolas, guisos populares que le devolvían la memoria de los sabores de la infancia. Cuando murió en 1957 era un escritor internacionalmente conocido y respetado. Mis amigos Sonia y William Chislett encontraron su tumba en el cementerio de Faringdon y la modesta lápida dedicada a su memoria, según me cuentan muy descuidada ahora, sin que la embajada española haya mostrado mucho interés en restaurarla.
Da tristeza el destino más infortunado de Chaves Nogales, que al huir a Inglaterra tuvo que dejar atrás a su familia, y que a diferencia de Barea no encontró allí asideros sólidos para su vida ni para su escritura. Trabajo mucho y con poco fruto, como mal, duermo poco y me abandono, escribió en una carta. Murió en un hospital de Londres, en mayo de 1944. Cómo sería estar solo y sentirse morir después de una operación en un hospital de una ciudad en guerra.
antoniomuñozmolina
Dos exilios ingleses
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 28/08/2010
No es improbable que Arturo Barea y Manuel Chaves Nogales se cruzaran alguna vez en el Madrid de la República y en el de los primeros meses de la guerra
No es improbable que Arturo Barea y Manuel Chaves Nogales se cruzaran alguna vez en el Madrid de la República y en el de los primeros meses de la guerra. Nacieron los dos en 1897 y tuvieron vidas hasta cierto punto paralelas que sólo se encuentran en esta tardía posteridad en que los dos vuelven a ser leídos y en la que reciben una consideración literaria y política de la que no disfrutaron en España mientras vivían. Los dos son escritores en los márgenes de lo aceptadamente literario: Chaves Nogales, un periodista activo, de reportaje y de crónica, no de aquellos plomizos artículos de fondo que publicaban en los periódicos los escritores reconocidos de su tiempo; Arturo Barea, un autodidacta que encontró su vocación después de los cuarenta años, en medio de las urgencias y las angustias de la guerra, y sobre todo un poco después, en el exilio, en París y en Inglaterra. De Chaves Nogales, durante muchos años, sólo se conoció el Juan Belmonte que Javier Pradera volvió a editar en Alianza. A Barea muchos lo descubrimos cuando su trilogía de La forja de un rebelde se publicó por primera vez en España en los primeros ochenta, una época poco propicia a ese tipo de literatura. El olvido póstumo los había igualado a los dos. En los catálogos trabajosamente recobrados de la literatura del exilio no había mucho lugar para ellos. De Barea sabíamos vagamente que durante un tiempo fue muy leído fuera de España, pero no teníamos idea de la amplitud de su éxito. Y de cualquier modo, ni siquiera era seguro que La forja pudiera ser considerada literatura, en un país en el que existe el prejuicio de que literatura quiere decir ficción: ¿no eran más bien unas memorias algo descuidadas, un testimonio histórico?
Hay otra explicación más para el olvido de Chaves y Barea, que tiene también que ver con sus vidas paralelas. Si ninguno de los dos se ajustaba a las ortodoxias de lo literario tampoco respondían a las ortodoxias políticas de la cultura antifranquista, que podían ser tan excluyentes como cualquier ortodoxia. Tanto Chaves como Barea habían sido intachablemente republicanos, pero también muy libres en sus posiciones personales, y desde luego ninguno de los dos había pertenecido al Partido Comunista ni gravitado bajo su influencia. Los dos se marcharon al destierro, pero eligieron irse antes del final de la guerra. De nuevo el paralelismo del azar, la posibilidad de un encuentro del que no queda constancia: Chaves Nogales, que había dirigido en Madrid el diario Ahora hasta que el gobierno abandonó la ciudad el 6 de noviembre de 1936, se fue un poco después a París y allí permaneció sobreviviendo malamente en los cafés baratos y en los hoteluchos donde se alojaban los refugiados políticos de media Europa; a uno de esos hoteles llegaron en febrero de 1938 Arturo Barea y su mujer Ilse, un hotel llamado Delambre o De l'Alhambre en cuyo nombre quedó inscrito para los dos el recuerdo del hambre que pasaron en él.
En París, mientras se buscaban desesperadamente la vida, Barea y Chaves sintieron una urgencia semejante por encontrar las palabras que dieran forma a la experiencia íntima y colectiva del cataclismo español del que con tanto remordimiento habían escapado. Ninguno de los dos puso sus prejuicios ideológicos o sus lealtades políticas por encima de la torturada decisión de contar la verdad, lo que habían visto con sus ojos. El precio de esa actitud fue tan alto que los dejó en una intemperie dolorosa mientras vivían y siguieron pagándolo mucho después de la muerte: proscritos en el interior del país durante la dictadura por haber sido fieles a la legalidad republicana; incómodos o directamente inaceptables para la cultura política del exilio y la resistencia, porque la forzaban a mirarse en un espejo en el que se veían -se siguen viendo- con la misma claridad el heroísmo y el crimen. En una época en que la democracia parecía una antigualla por comparación con la modernidad de las dictaduras fascistas o comunistas, Chaves Nogales se definía a sí mismo como "un pequeño burgués liberal". Barea, que en España perteneció al Partido Socialista y a la UGT, en Inglaterra se afilió al Laborismo.
Desde la atalaya de París Barea y Chaves vieron con idéntica lucidez y amargura cómo los enjuagues de la política europea iban volviendo inevitable la derrota de la República española. Extranjeros en un país cada vez más xenófobo, refugiados políticos que se enfrentaban a diario al acoso de la policía, a la inseguridad sobre sus documentos, a la hostilidad sorda o descarada de la gente, Chaves y Barea experimentan en carne propia la descomposición gradual de una democracia que de antemano se ha rendido al nazismo. Venían de una ciudad hambrienta y sitiada que en noviembre de 1936 resistió sin más armas que la furia de la bravura popular el asalto de todo un ejército: en París les asombraba por igual la abundancia de comida y de luces en las calles nocturnas no oscurecidas por ninguna guerra y la inconsciencia frívola de quienes preferían no enterarse que la guerra también les alcanzaría a ellos.
Barea se marchó a Inglaterra en febrero de 1939. Chaves Nogales, periodista siempre, se quedó en Francia hasta el último momento, asistiendo al derrumbe, a la inaudita rendición sin lucha de un ejército poderoso y de una clase política podrida, escribiendo crónicas que se olvidaron muy pronto y que setenta años después, revelan una clarividencia luminosa, y también una esperanza insensata en lo que entonces, el verano negro de 1940, no creía casi nadie, la superioridad de la democracia sobre el totalitarismo. Leer hoy La agonía de Francia es encontrarse con una inteligencia política y una escritura de periódico que cortan el aliento, y también indignarse de que un libro así pudiera caer en el olvido.
En Inglaterra Barea tuvo una vida laboriosa y feliz, en gran parte gracias a la presencia de Ilse, que le dio el aliento que necesitaba para convertirse en escritor. Traducida por ella al inglés, La forja de un rebelde fue un éxito internacional. Después de tanto destierro, Barea se hizo ciudadano británico y llevó una apacible vida inglesa, en una casita de campo cerca del Támesis. Escribía, cuidaba el jardín, daba charlas en la BBC, cocinaba para sus amigos excelentes comidas españolas, guisos populares que le devolvían la memoria de los sabores de la infancia. Cuando murió en 1957 era un escritor internacionalmente conocido y respetado. Mis amigos Sonia y William Chislett encontraron su tumba en el cementerio de Faringdon y la modesta lápida dedicada a su memoria, según me cuentan muy descuidada ahora, sin que la embajada española haya mostrado mucho interés en restaurarla.
Da tristeza el destino más infortunado de Chaves Nogales, que al huir a Inglaterra tuvo que dejar atrás a su familia, y que a diferencia de Barea no encontró allí asideros sólidos para su vida ni para su escritura. Trabajo mucho y con poco fruto, como mal, duermo poco y me abandono, escribió en una carta. Murió en un hospital de Londres, en mayo de 1944. Cómo sería estar solo y sentirse morir después de una operación en un hospital de una ciudad en guerra.
antoniomuñozmolina
Una cerrada defensa de la literatura


jueves, 26 de agosto de 2010
Aburrido libro de autora alemana


domingo, 22 de agosto de 2010
Sobre la organización de los campos de concentración


miércoles, 18 de agosto de 2010
Sugerentes ideas sobre la situación actual


En definitiva, un libro que se sale de los caminos trillados y de las visiones típicas.
martes, 17 de agosto de 2010
Artículo en El País sobre best sellers y Ana Karenina
TRIBUNA: EDUARDO LAGO
La lección de Tolstói
Si se tratara de recomendar una lectura para el verano, la propuesta sería un libro que nos arrastra desde el principio: 'Anna Karénina'. Nabokov dijo que se trata de "la mejor novela de amor de todos los tiempos".
Hace unos días, durante la presentación de una novela mía recientemente traducida al serbio en la librería Dereta de Belgrado, una periodista me preguntó si creía que los best sellers acabarían con la literatura. "No", respondí inmediatamente, "los best sellers no son literatura, de modo que no puede haber sustitución". En la fracción de segundo que medió entre el no y su justificación, me bailó en la imaginación la figura de Tolstói, de quien acababa de releer Anna Karénina.
La raíz del temor expresado por la periodista serbia me aclaró inopinadamente un concepto acuñado originariamente en los medios editoriales norteamericanos que siempre se me había escapado, el de novela literaria (¿qué diablos, me preguntaba, será una novela no literaria?). De repente todo encajó: los best sellers podrán ser novelas, pero no son literatura. Los americanos, una vez más, tienen las cosas clarísimas en ese sentido. Un ejemplo: la distinción tan útil como sutil de que se sirve el suplemento de libros que publica The New York Times los domingos para desgajar de entre los títulos más vendidos una categoría aparte que aparece directamente bajo la rúbrica de Ficción para el mercado de masas.
Unos días después de la presentación, en el avión que hacía el trayecto Belgrado-Sarajevo, la azafata me dio una publicación en inglés en la que había un artículo en el que se recomendaban lecturas para el periodo de vacaciones. Hojeé la lista: todos best sellers internacionales. Y por segunda vez en unos días me volvió a la cabeza la imagen de Tolstói. Cerré la revista con malestar. ¿Podía tener razón la periodista?
Pensé en las claves que explican el éxito de los best sellers. Una de ellas es que su función es meramente entretener. Nada de inquietar al probo ciudadano, que bastante mal lo ha pasado a lo largo del año, especialmente en época de crisis. Pensar, lo menos posible, por favor. Se trata de proporcionar productos ligeros, de fácil consumo, que dejan muy poca huella, si es que dejan alguna. Por eso son efímeros: tras el ruido ensordecedor que hacen durante una temporada, o se saca al mercado rápidamente una secuela, o el producto cae irremisiblemente en el olvido. Que un título se mantenga vigente dos o más temporadas sucede muy pocas veces.
El vuelo entre Belgrado y Sarajevo dura 50 minutos. Al alcanzar la altura de crucero, decidí dejar de pensar en los procesos de estultificación colectiva que consisten en aturdir al personal con best sellers para centrarme en el significado de la aparición de Tolstói. Ya en el terreno de la literatura de verdad: ¿a qué obedece el hecho de que haya libros que siguen siendo capaces de llegar al lector no al cabo de dos o tres temporadas, sino cien años después de su publicación original, como ocurre con las obras de Tolstói?
Empecé a fraguar mentalmente un artículo de réplica al que aparecía en la revista que me había dado la azafata. A quienes se sintieran necesitados de consejo acerca de qué leer en lo que queda de verano, les propondría que se hicieran inmediatamente con una novela digna del nombre. Y si se me pidiera que singularizara un título, me pronunciaría inmediatamente a favor de Anna Karénina. Argüiría varias razones: que 2010 es el centenario de la muerte de Tolstói, que con ese motivo la editorial Alba ha publicado una nueva traducción de la novela, y para redondear invocaría el dictum de Vladímir Nabokov: Anna Karénina es la mejor novela de amor de todos los tiempos.
Verdaderamente envidio a quien jamás se haya asomado a la novela: le esperan unas horas que les costará mucho tiempo olvidar. Y el placer se reduplica en el caso de quien se decida a releerla por segunda o tercera vez: mejora con cada lectura. Yendo más allá de Nabokov: Anna Karénina es, sencillamente, una de las mejores novelas jamás escritas. En el artículo que urdí mentalmente a bordo del avión de hélice que me transportaba a Sarajevo me dirigía con particular énfasis a las víctimas del marketing que, sin saber muy bien por qué, tenían en sus manos cualquiera de los best sellers de turno. Arrójenlo a la papelera más cercana, les diría, y cambien unas horas de entretenimiento estúpido por una experiencia estética verdadera. La profundidad de emociones, el conocimiento del alma humana, la exquisita disección de las pasiones que son el centro de nuestras vidas...
Todo eso y mucho más se nos ofrece en las mil páginas de Anna Karénina. Se trata, además, y ahí estriba el milagro, de una lectura portentosamente amena, que nos arrastra de inmediato. Al leer acerca de las vidas de los protagonistas se produce un intenso fenómeno de reconocimiento e identificación: todos hemos pasado por las situaciones que se nos describen en la novela. Esa es, precisamente, la función de la verdadera literatura: indagar acerca del sentido más profundo de la existencia: de nuestra existencia, en toda su complejidad. El efecto que causa la lectura de una obra como Anna Karénina es el opuesto al que provoca el best seller. Nos hace pensar y sentir. Al cerrar la última página de esta historia, trágica y bellísima, y de una autenticidad a la que no estamos acostumbrados, algo importante ha cambiado en nosotros. Lo dejé ahí: habíamos aterrizado.
Tolstói no es más que una posibilidad, por supuesto. Su obra forma parte de un contexto formidable: la edad de oro de la novela realista. Aunque ello no basta para explicar la grandeza de una obra como Anna Karénina. Cuando Dostoievski, que en nada le iba a la zaga, terminó la lectura de la novela se echó a la calle proclamando a gritos que Tolstói era Dios. Años después, cuando alguien le dio al autor de Guerra y paz la noticia de que Dostoievski había muerto, el gigantón barbado vestido con túnica de campesino que era Tólstoi rompió a llorar con el desgarro de un niño: el gran escritor no era consciente de la profundidad del amor que sentía por el maestro de Petersburgo.
Estas anécdotas ilustran un fenómeno que siempre me ha llamado la atención: el hecho de que en ciertos momentos clave de la historia del espíritu recaiga no sobre una, sino sobre dos figuras de talla colosal la responsabilidad de cambiar el curso de las cosas. Ocurrió en el momento culminante de nuestro Siglo de Oro, con la irrupción simultánea de Góngora y Quevedo, al igual que había ocurrido unos años antes, en el contexto mayor de la literatura europea, con la aparición de Shakespeare y Cervantes, los dos insuperados hasta hoy. (Los ejemplos se pueden multiplicar: Platón y Aristóteles, determinando la trayectoria de toda la filosofía; Newton y Leibniz con el descubrimiento del cálculo infinitesimal; Wittgenstein y Heidegger levantando acta de las ruinas del pensamiento occidental...).
Ninguna novela de cierta extensión (la novela corta es otro cantar) es perfecta, pero hay un número considerable de títulos en la historia de la literatura universal que rozan la perfección. Anna Karénina es uno de los ejemplos más preclaros. La monumental Guerra y paz otro, como lo es Hadji Murat, también de Tolstói, que Harold Bloom calificó como la mejor novela corta de todos los tiempos. Como lo son las grandes obras de su contemporáneo, Dostoievski.
La novela discurriría después por otros derroteros y produciría cumbres de altura inigualable (Proust, Kafka, Joyce), pero hay algo irrenunciable en la edad de oro del género, en la que surgieron autores como Dickens, Flaubert, Melville o Galdós... La lectura de cualquiera de ellos sirve además (también había pensado poner esto en el artículo) de antídoto contra el tapujo de los best sellers. ¿Dónde creen que aprenden sus trucos sus autores? Leer best sellers es una enfermedad, pero tiene fácil cura. Empieza por la lectura de obras como Anna Karénina.
Eduardo Lago es escritor y director del Instituto Cervantes de Nueva York
La lección de Tolstói
Si se tratara de recomendar una lectura para el verano, la propuesta sería un libro que nos arrastra desde el principio: 'Anna Karénina'. Nabokov dijo que se trata de "la mejor novela de amor de todos los tiempos".
Hace unos días, durante la presentación de una novela mía recientemente traducida al serbio en la librería Dereta de Belgrado, una periodista me preguntó si creía que los best sellers acabarían con la literatura. "No", respondí inmediatamente, "los best sellers no son literatura, de modo que no puede haber sustitución". En la fracción de segundo que medió entre el no y su justificación, me bailó en la imaginación la figura de Tolstói, de quien acababa de releer Anna Karénina.
La raíz del temor expresado por la periodista serbia me aclaró inopinadamente un concepto acuñado originariamente en los medios editoriales norteamericanos que siempre se me había escapado, el de novela literaria (¿qué diablos, me preguntaba, será una novela no literaria?). De repente todo encajó: los best sellers podrán ser novelas, pero no son literatura. Los americanos, una vez más, tienen las cosas clarísimas en ese sentido. Un ejemplo: la distinción tan útil como sutil de que se sirve el suplemento de libros que publica The New York Times los domingos para desgajar de entre los títulos más vendidos una categoría aparte que aparece directamente bajo la rúbrica de Ficción para el mercado de masas.
Unos días después de la presentación, en el avión que hacía el trayecto Belgrado-Sarajevo, la azafata me dio una publicación en inglés en la que había un artículo en el que se recomendaban lecturas para el periodo de vacaciones. Hojeé la lista: todos best sellers internacionales. Y por segunda vez en unos días me volvió a la cabeza la imagen de Tolstói. Cerré la revista con malestar. ¿Podía tener razón la periodista?
Pensé en las claves que explican el éxito de los best sellers. Una de ellas es que su función es meramente entretener. Nada de inquietar al probo ciudadano, que bastante mal lo ha pasado a lo largo del año, especialmente en época de crisis. Pensar, lo menos posible, por favor. Se trata de proporcionar productos ligeros, de fácil consumo, que dejan muy poca huella, si es que dejan alguna. Por eso son efímeros: tras el ruido ensordecedor que hacen durante una temporada, o se saca al mercado rápidamente una secuela, o el producto cae irremisiblemente en el olvido. Que un título se mantenga vigente dos o más temporadas sucede muy pocas veces.
El vuelo entre Belgrado y Sarajevo dura 50 minutos. Al alcanzar la altura de crucero, decidí dejar de pensar en los procesos de estultificación colectiva que consisten en aturdir al personal con best sellers para centrarme en el significado de la aparición de Tolstói. Ya en el terreno de la literatura de verdad: ¿a qué obedece el hecho de que haya libros que siguen siendo capaces de llegar al lector no al cabo de dos o tres temporadas, sino cien años después de su publicación original, como ocurre con las obras de Tolstói?
Empecé a fraguar mentalmente un artículo de réplica al que aparecía en la revista que me había dado la azafata. A quienes se sintieran necesitados de consejo acerca de qué leer en lo que queda de verano, les propondría que se hicieran inmediatamente con una novela digna del nombre. Y si se me pidiera que singularizara un título, me pronunciaría inmediatamente a favor de Anna Karénina. Argüiría varias razones: que 2010 es el centenario de la muerte de Tolstói, que con ese motivo la editorial Alba ha publicado una nueva traducción de la novela, y para redondear invocaría el dictum de Vladímir Nabokov: Anna Karénina es la mejor novela de amor de todos los tiempos.
Verdaderamente envidio a quien jamás se haya asomado a la novela: le esperan unas horas que les costará mucho tiempo olvidar. Y el placer se reduplica en el caso de quien se decida a releerla por segunda o tercera vez: mejora con cada lectura. Yendo más allá de Nabokov: Anna Karénina es, sencillamente, una de las mejores novelas jamás escritas. En el artículo que urdí mentalmente a bordo del avión de hélice que me transportaba a Sarajevo me dirigía con particular énfasis a las víctimas del marketing que, sin saber muy bien por qué, tenían en sus manos cualquiera de los best sellers de turno. Arrójenlo a la papelera más cercana, les diría, y cambien unas horas de entretenimiento estúpido por una experiencia estética verdadera. La profundidad de emociones, el conocimiento del alma humana, la exquisita disección de las pasiones que son el centro de nuestras vidas...
Todo eso y mucho más se nos ofrece en las mil páginas de Anna Karénina. Se trata, además, y ahí estriba el milagro, de una lectura portentosamente amena, que nos arrastra de inmediato. Al leer acerca de las vidas de los protagonistas se produce un intenso fenómeno de reconocimiento e identificación: todos hemos pasado por las situaciones que se nos describen en la novela. Esa es, precisamente, la función de la verdadera literatura: indagar acerca del sentido más profundo de la existencia: de nuestra existencia, en toda su complejidad. El efecto que causa la lectura de una obra como Anna Karénina es el opuesto al que provoca el best seller. Nos hace pensar y sentir. Al cerrar la última página de esta historia, trágica y bellísima, y de una autenticidad a la que no estamos acostumbrados, algo importante ha cambiado en nosotros. Lo dejé ahí: habíamos aterrizado.
Tolstói no es más que una posibilidad, por supuesto. Su obra forma parte de un contexto formidable: la edad de oro de la novela realista. Aunque ello no basta para explicar la grandeza de una obra como Anna Karénina. Cuando Dostoievski, que en nada le iba a la zaga, terminó la lectura de la novela se echó a la calle proclamando a gritos que Tolstói era Dios. Años después, cuando alguien le dio al autor de Guerra y paz la noticia de que Dostoievski había muerto, el gigantón barbado vestido con túnica de campesino que era Tólstoi rompió a llorar con el desgarro de un niño: el gran escritor no era consciente de la profundidad del amor que sentía por el maestro de Petersburgo.
Estas anécdotas ilustran un fenómeno que siempre me ha llamado la atención: el hecho de que en ciertos momentos clave de la historia del espíritu recaiga no sobre una, sino sobre dos figuras de talla colosal la responsabilidad de cambiar el curso de las cosas. Ocurrió en el momento culminante de nuestro Siglo de Oro, con la irrupción simultánea de Góngora y Quevedo, al igual que había ocurrido unos años antes, en el contexto mayor de la literatura europea, con la aparición de Shakespeare y Cervantes, los dos insuperados hasta hoy. (Los ejemplos se pueden multiplicar: Platón y Aristóteles, determinando la trayectoria de toda la filosofía; Newton y Leibniz con el descubrimiento del cálculo infinitesimal; Wittgenstein y Heidegger levantando acta de las ruinas del pensamiento occidental...).
Ninguna novela de cierta extensión (la novela corta es otro cantar) es perfecta, pero hay un número considerable de títulos en la historia de la literatura universal que rozan la perfección. Anna Karénina es uno de los ejemplos más preclaros. La monumental Guerra y paz otro, como lo es Hadji Murat, también de Tolstói, que Harold Bloom calificó como la mejor novela corta de todos los tiempos. Como lo son las grandes obras de su contemporáneo, Dostoievski.
La novela discurriría después por otros derroteros y produciría cumbres de altura inigualable (Proust, Kafka, Joyce), pero hay algo irrenunciable en la edad de oro del género, en la que surgieron autores como Dickens, Flaubert, Melville o Galdós... La lectura de cualquiera de ellos sirve además (también había pensado poner esto en el artículo) de antídoto contra el tapujo de los best sellers. ¿Dónde creen que aprenden sus trucos sus autores? Leer best sellers es una enfermedad, pero tiene fácil cura. Empieza por la lectura de obras como Anna Karénina.
Eduardo Lago es escritor y director del Instituto Cervantes de Nueva York
sábado, 14 de agosto de 2010
Analizando series de televisión: Los Soprano y The Wire



Para los muy aficionados a series de la HBO se han publicado en un breve espacio de tiempo estos tres libros.
Por el momento sólo he leído Los Soprano forever. Se trata de un conjunto de ocho estudios sobre dicha serie. Los autores son profesores universitarios de
Estética o Filosofía excepto Rodrigo Fresán, el escritor argentino. Pues bien, los textos reflejan bien la especificidad académica de sus autores y adolecen de ser demasiado sesudos y en muchos momentos yo diría que pedantes. A mí me han aportado bien poco para una mejor comprensión y/o profundización de esta serie considerada ya de culto. La excepción la constituyen los textos del citado Fresán y del estadounidense Noël Carroll.
Aspecto colateral pero que no deja de ser curioso es que en este libro, edición de diciembre de 2009, no aparece la procedencia de los textos que, contrastados con los de Los Soprano y la filosofía, edición original en inglés de 2004, coinciden en los tres de procedencia de autores estadounidenses (como el citado de Carroll). Aparece, eso sí, el copyright.
El libro sobre The Wire lo comento en una entrada del 17 de septiembre.
jueves, 12 de agosto de 2010
Otro libro con el islam de fondo

domingo, 8 de agosto de 2010
Mis autores favoritos II: Stefan Zweig
Descubrí a Stefan Zweig cuando hace ocho años leí El mundo de ayer. Memorias de un europeo interesado por tan sugerente título. Me pareció un extraordinario libro de memorias. El autor me sonaba vagamente por haber visto libros suyos en la biblioteca de la casa de mis padres. El libro me impresionó sobre todo por la fluidez narrativa, el lenguaje y la riqueza de matices. Comencé entonces la lectura de la mayor parte de su obra con joyas como La impaciencia del corazón y muchos de sus relatos, género en el que era un verdadero maestro. Dedicó también muchas páginas a temas históricos, con curiosos enfoques, y a las biografías (María Antonieta, María Estuardo o Fouché) de las que no he leído ninguna todavía.
Si tuviera que decir qué es lo que más me llama la atención de este gran escritor, yo diría que es su creación de personajes, no en balde le clasifican entre la novela psicológica. El gusto por un autor también depende mucho del momento vital del lector. Roth fue mi autor principal en los 80 y Zweig en los últimos años, pero como se verá más adelante he tenido y tengo muchos escritores favoritos.
Zweig nació en Viena en 1881 y murió, suicidándose, en Brasil en 1942. Así pues, coincide en la misma época y lugares que Joseph Roth del que escribí hace unos días con el que también comparte su condición de judío. Zweig es un autor vienés y Roth escribió la mayor parte de su obra en esa ciudad. En todo caso, y aun siendo mis dos escritores favoritos, sus temas y, sobre todo, la forma de tratarlos son muy diferentes.
Como se verá a continuación también es la editorial Acantilado, al igual que en el caso de Josph Roth, la que está reeditando la obra de Zweig. Los seguidores de la literatura de la Europa central y oriental estamos de enhorabuena y agradecidos con esta política editorial. Ni que decir tiene que no tengo nada que ver con dicha editorial.















Si tuviera que decir qué es lo que más me llama la atención de este gran escritor, yo diría que es su creación de personajes, no en balde le clasifican entre la novela psicológica. El gusto por un autor también depende mucho del momento vital del lector. Roth fue mi autor principal en los 80 y Zweig en los últimos años, pero como se verá más adelante he tenido y tengo muchos escritores favoritos.
Zweig nació en Viena en 1881 y murió, suicidándose, en Brasil en 1942. Así pues, coincide en la misma época y lugares que Joseph Roth del que escribí hace unos días con el que también comparte su condición de judío. Zweig es un autor vienés y Roth escribió la mayor parte de su obra en esa ciudad. En todo caso, y aun siendo mis dos escritores favoritos, sus temas y, sobre todo, la forma de tratarlos son muy diferentes.
Como se verá a continuación también es la editorial Acantilado, al igual que en el caso de Josph Roth, la que está reeditando la obra de Zweig. Los seguidores de la literatura de la Europa central y oriental estamos de enhorabuena y agradecidos con esta política editorial. Ni que decir tiene que no tengo nada que ver con dicha editorial.
















sábado, 7 de agosto de 2010
Aproximación, fallida, a la literatura portuguesa

domingo, 1 de agosto de 2010
Homenaje a periodistas y al periodismo

y así hasta 25 desde el primero otorgado en 1968. En el libro se recoge un pequeño texto, de 4 a 8 páginas, de cada uno, a veces escrito para la ocasión pero en la mayor parte de los casos escogido de la obra anterior. Les precede una introducción de otro periodista amigo del premiado. Realmente hay textos de todo tipo y temática pero he disfrutado muchísimo con la inmensa mayoría de ellos.
Imprescindible para aficionados a la prensa o, mejor dicho, a la información.