Nada mejor para empezar este comentario que hacerlo
con unas palabras del autor escritas en el capítulo final de Agradecimientos:
“Y me puse a trabajar. Quería escribir La casa de los veinte mil libros
utilizando la narración, las técnicas descriptivas que yo había desarrollado
durante más de veinte años como periodista, pero también quería contarla como
hechos históricos, utilizar archivos y bibliotecas de una manera que Chimen, un
consumado historiador, hubiera aprobado. Finalmente me decidí por una solución
intermedia: haría una profunda investigación en archivos y mediante
entrevistas, pero no pondría notas a mi texto. Contaría una historia y
confiaría en que mis lectores confiaran en mí. Espero haberme ganado, con la
narración, esa confianza.” (p. 347-348)
Mi confianza la ha ganado a lo largo de esta
magnífica historia en la que hace algo más que la biografía de su abuelo Chimen, un judío de
apenas 1,55 metros de altura, pero con una capacidad intelectual portentosa que
le llevó a ser profesor de la University College London en 1974 sin tener
ninguna titulación académica.
Nacido cerca de Minsk en 1916, pero muy pronto
exiliado en Londres a causa de la situación de su padre, un rabino de los más
importantes de la época. Aquí formó su familia con Miriam y regentó una
librería, aunque lo más relevante fue su dedicación a la compra y venta de
ejemplares de libros relacionados primero con el marxismo y luego con el
judaísmo.
En su casa, llena de libros por los cuatro costados,
se reunía una parte importante de la intelectualidad de izquierdas primero
hasta 1958, cuando el matrimonio era miembro del Partido Comunista, y judía más tarde tras el abandono de la
actividad política.
En esas reuniones vemos desfilar por la casa a gente
como: E.Hobsbwam, E.P.Thompson, J.Joll o Ch. Hill que para quienes hayan
estudiado historia, como es mi caso, resulta realmente apasionante. El autor
dice que a lo largo de los años pasaron por la casa miles de personas. Allí
comían, porque Miriam estaba permanentemente elaborando platos, y muchas veces
dormían, pero, sobre todo, debatían horas y horas sobre marxismo y socialismo
los primeros años y sobre judaísmo más adelante.
Abramsky, gracias a su detallismo y sensibilidad,
nos muestra muy bien cómo era la vida cotidiana de esas gentes en el Londres de
la posguerra y épocas posteriores. Gentes que pertenecían en su mayor parte al
mundo judío aunque fuesen en su inmensa mayoría ateos convencidos. Su forma de
narrar hace que el lector se implique mucho en la narración y hasta en alguno
de los debates (en los religiosos reconozco que me he perdido en más de una
ocasión); es como si de alguna manera fuéramos un invitado más.
Hay informaciones muy interesantes sobre, por
ejemplo, cómo pudieron sus abuelos ser estalinistas y el tiempo que les costó
dejar de serlo o, algo muy diferente, cómo siendo ateos mantenían las
principales fiestas judías e incluso la tradición para las bodas de su familia.
Estamos ante un libro diferente, muy bien escrito y
con una narración que no decae salvo en algún momento muy concreto; un texto
que derrocha amor por los libros y un respeto profundo por la familia. Un libro
en el que se pueden aprender bastantes cosas, pero del que sobre todo se
disfruta la mera lectura.
Hay una reseña de José María Guelbenzu, en
elpais.com, en la que cuenta más del contenido y una interesante entrevista de
Antonio Fontana en abc.es.
Sasha Abramsky, La
casa de los veinte mil libros. Traducción Ángeles de los Santos.
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