Aunque es el último libro que leo y con el que
completo toda la obra publicada de la autora, fue sin embargo el primero que
publicó (en España en 2006), pero ha estado agotado hasta su reciente
reedición.
Guerriero llegó a Las Heras en otoño de 2002. Este
es un pueblo, o ciudad, que creció gracias al petróleo y a la empresa argentina
YPF, aunque por esas fechas esos yacimientos los vendieron a Repsol.
En esa localidad se habían producido doce suicidios
entre 1997 y 1999. “Once de ellos tenían una edad promedio de 25 años y eran
habitantes emblemáticos de la ciudad, hijos de familias modestas pero
tradicionales: el bañero, el mejor jinete de la provincia, el huérfano criado
por sus tías y sus abuelos”. (p. 27) Aunque no hay lista oficial de muertos, ni
los de 1997 fueron los primeros.
La autora nos va contando aspectos de la vida de
algunos de estos suicidas, pero no se queda ahí y lo que obtenemos al final es
una idea bastante aproximada de cómo podía ser la vida en una población del sur
de Argentina con una dedicación exclusiva a la extracción de petróleo. Un lugar
con importantes diferencias sociales y culturales. Así,
“(…) el pueblo, como todos los pueblos, tiene sus
prejuicios y sus castas: nadie lo dice en voz alta, pero hay “ypefianos” y resto
del mundo y los “ypefianos” comen en restaurantes como esos, viven en un barrio
especial en casas especiales, tienen autos especiales y conservan el esquema
familiar más tradicional que imaginar se pueda: esposa ama de casa, esposo que
trabaja, hijos al colegio. Sus hijas no quedan embarazadas a los 12 años, los
maridos no destrozan a golpes a sus esposas, sus hijos no se inyectan vino
tinto”. (p. 108)
Hay varios ejemplos de abusos, malos tratos y de
embarazos de adolescentes, entre otras razones porque como dice una
coordinadora pedagógica que fue para
formar a gente en la resolución negociada de conflictos:
“Lo que encontramos entre los chicos fue falta de
proyecto, apatía, problemas de violencia física entre ellos, situaciones
conflictivas con los padres, prostitución y abuso infantil.
(…)
No hay urbanización que invite a un encuentro
social, no hay una plaza, no hay confiterías. Qué hacen los chicos un viernes a
la noche, no hay cine, no hay teatro. No hay nada”. (p. 172-173)
Guerriero utiliza la técnica, que luego ha sido
marca de la casa, de dejar hablar a los distintos protagonistas y de que apenas
se note la presencia de la periodista. Demuestra como siempre una gran empatía
y sensibilidad. No entra en los aspectos que podrían resultar morbosos y
tampoco intenta averiguar los motivos que llevaron a tan drásticas decisiones.
(En el pueblo se hablaba mucho de que estaban causados por una secta).
Hay algunos personajes a los que dedica más atención
como, por ejemplo, Naty, una mujer con una vida curiosa a la que realiza una
peculiar entrevista, o Pedro Beltrán, un peluquero gay que le muestra ese
ambiente que tan complicado resulta en un mundo tan machista.
En definitiva, un libro que merece la pena porque en
él hay mucha vida y esta está muy bien contada, sin valoraciones ni condenas
que quedan, en todo caso, en manos del lector.
Es una buena ocasión para conocer a Guerriero. Estoy
seguro de que quien la lea por primera vez no parará hasta encontrar más libros
suyos.
Hay una interesante entrevista de Enrique Planas con
la autora en elcomercio.pe
Leila Guerriero, Los
suicidas del fin del mundo. Crónica de un pueblo patagónico.
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