En esta lectura desordenada que estoy
haciendo de la obra de del Molino desde que le descubrí con La memoria de los peces, su último
libro, le llega ahora el turno al que publicó después de La hora violeta. Tras estos dos grandes libros no es fácil apreciar
en su justa medida el que comento, de hecho me ha gustado menos que los
anteriores, pero es que estos me gustaron mucho.
Dice el autor hacia la mitad del libro:
“No recreo una época, sino que la creo
desde la nada. Estas supuestas memorias familiares son lo más fabuloso y
ficticio que he escrito nunca. La realidad que las ampara sólo existió mientras
fue enunciada y se murió al mismo tiempo que nacía. Estas páginas son ficciones
sin registros fósiles.” (p. 120)
Y lo dice después de habernos detallado
muchos momentos de la batalla del Ebro porque en ella participó el gran
protagonista del libro, su abuelo José Molina; y habernos descrito imágenes del
pistolerismo de los veinte y hablado de la figura del Noi del Sucre; o de haber
establecido paralelismos entre los bares a los que acudía su abuelo de joven y
a los que iba el autor a los veinte años… Y es que la novela no deja de ser,
como suele pasar con del Molino, una recuperación de su historia personal al
mismo tiempo que cuenta las historias de otros personajes. (A veces leyendo sus
libros he tenido la tentación de pensar si no se estará psicoanalizando
cobrando a los lectores en lugar de pagando a un especialista). También muestra
varios trozos de la historia de España a través de una familia de emigrantes:
sus trabajos, sus viviendas o los barrios ya sea en Zaragoza o en Madrid.
Una familia de la que dice (en el fondo
desde el máximo afecto):
Mi familia no me ha legado más que genes
torcidos. (…) Creo que lo único que de verdad me ha enseñado mi familia es a
morirme muy despacio.” (p. 182)
O en una de esas frases tan del autor:
“Cuanto más lejos de mis raíces soñaba
vivir, más hundido y enredado estaba en ellas. El árbol genealógico lo era de
verdad. Un ser de madera incapaz de desplazarse, metabolizando el oxígeno de la
misma calle generación tras generación, porque los plebeyos no tenemos árboles
genealógicos, sólo troncos casi podridos ensartados en una tierra que nadie
abona.” (p. 42)
Además, del Molino cuenta las cosas
haciendo gala de una gran sensibilidad y con un lenguaje y unas construcciones
de frases que le hacen ser un escritor diferente que, de alguna manera, te va envolviendo con sus historias y su
peculiar forma de contarlas.
Sin embargo, es cierto que en este libro
hay algunos momentos, sobre todo hacia la mitad, en que desfallece un poco,
pero luego vuelve a retomar su fuerza para terminar en lo alto.
Creo que Ricardo Senabre resume muy bien
lo principal del libro en su reseña para elcultural.com:
“Esta mezcla de relato de hechos
externos -de periodista o columnista, podría decirse- con reflexiones y
evocaciones de la vida personal, siempre bordeando los límites entre la crónica
y la confesión privada, no podría alcanzar la eficacia que ostenta si no
estuviera sostenida por un estilo brillante, capaz de mantener la atención del
lector línea tras línea y sin el menor desmayo.
Los símiles inesperados, las
acuñaciones novedosas, las expresiones y giros con que lo consabido adquiere
nueva luz son signos inequívocos de excelente prosista, capaz de hacer
relevante lo trivial con el solo poder de la palabra exacta y la formulación
imaginativa.” (Subrayado en el original.)
Como ya he leído lo más importante de la obra de del Molino,
solo me queda esperar y desear que no tarde mucho en publicar algo nuevo y, obviamente, recomendar
la lectura de cualquiera de sus libros.
Sergio del Molino, Lo que a nadie le importa.
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