jueves, 21 de diciembre de 2017

A vueltas con Sergio del Molino



En esta lectura desordenada que estoy haciendo de la obra de del Molino desde que le descubrí con La memoria de los peces, su último libro, le llega ahora el turno al que publicó después de La hora violeta. Tras estos dos grandes libros no es fácil apreciar en su justa medida el que comento, de hecho me ha gustado menos que los anteriores, pero es que estos me gustaron mucho.
Dice el autor hacia la mitad del libro: 

“No recreo una época, sino que la creo desde la nada. Estas supuestas memorias familiares son lo más fabuloso y ficticio que he escrito nunca. La realidad que las ampara sólo existió mientras fue enunciada y se murió al mismo tiempo que nacía. Estas páginas son ficciones sin registros fósiles.” (p. 120)

Y lo dice después de habernos detallado muchos momentos de la batalla del Ebro porque en ella participó el gran protagonista del libro, su abuelo José Molina; y habernos descrito imágenes del pistolerismo de los veinte y hablado de la figura del Noi del Sucre; o de haber establecido paralelismos entre los bares a los que acudía su abuelo de joven y a los que iba el autor a los veinte años… Y es que la novela no deja de ser, como suele pasar con del Molino, una recuperación de su historia personal al mismo tiempo que cuenta las historias de otros personajes. (A veces leyendo sus libros he tenido la tentación de pensar si no se estará psicoanalizando cobrando a los lectores en lugar de pagando a un especialista). También muestra varios trozos de la historia de España a través de una familia de emigrantes: sus trabajos, sus viviendas o los barrios ya sea en Zaragoza o en Madrid.
Una familia de la que dice (en el fondo desde el máximo afecto):

Mi familia no me ha legado más que genes torcidos. (…) Creo que lo único que de verdad me ha enseñado mi familia es a morirme muy despacio.” (p. 182) 

O en una de esas frases tan del autor:

“Cuanto más lejos de mis raíces soñaba vivir, más hundido y enredado estaba en ellas. El árbol genealógico lo era de verdad. Un ser de madera incapaz de desplazarse, metabolizando el oxígeno de la misma calle generación tras generación, porque los plebeyos no tenemos árboles genealógicos, sólo troncos casi podridos ensartados en una tierra que nadie abona.” (p. 42)

Además, del Molino cuenta las cosas haciendo gala de una gran sensibilidad y con un lenguaje y unas construcciones de frases que le hacen ser un escritor diferente que, de alguna manera,  te va envolviendo con sus historias y su peculiar forma  de contarlas. 
Sin embargo, es cierto que en este libro hay algunos momentos, sobre todo hacia la mitad, en que desfallece un poco, pero luego vuelve a retomar su fuerza para terminar en lo alto.
Creo que Ricardo Senabre resume muy bien lo principal del libro en su reseña para elcultural.com:

“Esta mezcla de relato de hechos externos -de periodista o columnista, podría decirse- con reflexiones y evocaciones de la vida personal, siempre bordeando los límites entre la crónica y la confesión privada, no podría alcanzar la eficacia que ostenta si no estuviera sostenida por un estilo brillante, capaz de mantener la atención del lector línea tras línea y sin el menor desmayo.
Los símiles inesperados, las acuñaciones novedosas, las expresiones y giros con que lo consabido adquiere nueva luz son signos inequívocos de excelente prosista, capaz de hacer relevante lo trivial con el solo poder de la palabra exacta y la formulación imaginativa.” (Subrayado en el original.)



Como ya he leído lo más importante de la obra de del Molino, solo me queda esperar y desear que no tarde mucho en publicar algo nuevo y, obviamente, recomendar la lectura de cualquiera de sus libros.


Sergio del Molino, Lo que a nadie le importa.

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