“Un infierno frío, blanco y sin dioses.” Con esta frase termina Ricardo Menéndez
Salmón su reseña en La Nueva España. La reproduzco porque me parece una magnífica
síntesis de lo que es esta espléndida novela.
La historia se desarrolla en el invierno de 1867,
unos momentos en los que el hambre se generalizó en Finlandia sobre todo en el
norte de donde parte una familia o, mejor dicho, una mujer con sus dos hijos
pues el padre muere antes de la partida, en un viaje hacia una lejanísima San
Petesburgo donde piensan que podrán obtener comida y sobrevivir.
Se podría hablar casi de una novela de carretera
pues el relato consiste en las diferentes vicisitudes por las que pasarán que
van desde los encuentros con gente dispuesta a ayudarles hasta quien se
aprovechará de su situación.
Un ejemplo de lo primero puede ser el de este
campesino que les da hasta patatas, eso sí, pequeñas y negras y que dice:
“-Son un poco la imagen de estos años. Negras y
humildes… Aunque supongo que a este tiempo no se le puede llamar humilde.
Impuestos penosos nos piden, y más duros a aquellos a quienes menos se les ha
dado. Las cosechas son modestas, y también estas patatas, como las cosechas de
estos tiempos, negras y pequeñas…” (p. 77)
Aquí aparece también una de las pocas críticas
explícitas que se hace a la situación política.
Un ejemplo, y muy duro en su narración, de lo
segundo es esta violación de la madre por quien también les ofrece una mínima
ayuda:
“(…) El hombre se inclina desnudo sobre Marja, le
arranca la camisa y la falda antes de que ella alcance siquiera a oponer
resistencia. El grito se asfixia en la garganta, el terror paraliza su voz, es
como una masa de agua que traga a quien no sabe nadar, negra y fría.
- No te creerás tú, ramera, que vas a comerte aquí
gratis nuestras últimas migas de pan.
- El hombre le mete los dedos entre as piernas,
luego los saca, los escupe y los vuelve a forzar dentro. Acomete jadeante a
Marja, a quien la mano fría del terror empuja bajo la superficie, no la deja
salir. Se le acaba el oxígeno. Entonces la penetra.
- Maldita jamelga seca –resopla.” (p. 95-96)
He reproducido este fragmento porque expresa muy
bien la forma de escribir de Ollikainen que hace que, a pesar de tratarse de
una novela de apenas 132 páginas, no haya sido capaz de leerla de un tirón y en
varios momentos haya tenido que descansar por sentirme desasosegado y hasta en
algún momento un poco angustiado.
Es una historia terrible narrada sin tapujos y
mostrando la dureza de la vida en esa época con un clima, además, tremendamente
hostil pues la nieve les llegaba a veces hasta la cintura. De esa dureza da una
idea el hecho de que, inmediatamente antes de su marcha, la familia se
alimentaba de pan hecho con harina de corteza de pino añadiendo a veces
¡liquen! También el poco alimento que reciben consiste en gruel, una especie de
gachas hechas con tal cantidad de agua que son casi líquidas.
A pesar de todo lo dicho, el autor deja al final un
par de situaciones que dan una nota algo más optimista.
En más de una de las críticas que la editorial
reproduce en su página web aparecen relaciones con la situación actual como, por
ejemplo, esta de Elena Balzamo en Le
Monde des Livres:
“El drama de hace ciento cincuenta años de este país
nórdico nos hace comprender lo que ocurre todavía hoy en muchos puntos del
globo mucho mejor que ninguna estadística o reportaje.”
No sé si estará entre las intenciones del autor en
esta su primera novela, pero sí es cierto que se puede sacar más de una
analogía con la situación actual.
Una novela muy recomendable que me ha recordado,
salvando todas las distancias, otro
debut reciente, el de Jesús Carrasco con
Intemperie.
Aki Ollokainen,
El año del hambre. Traducción Luisa
Gutiérrez Ruiz.
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