Leí en su
momento los dos libros de la autora que publicó Tusquets en 2007 y 2009 de los
que me ha quedado un buen recuerdo, aunque no aparecen en el blog porque este
no existía aún.
Cuando comencé
esta particular autobiografía de infancia y juventud empecé a desesperarme un
poco. Iban apareciendo muchos personajes de su familia y yo iba bastante
perdido y, siendo sincero, bastante aburrido y sin saber bien hacia dónde
conducía la historia. Estuve a punto de abandonar la lectura, pero decidí darle
una oportunidad cuando vi que a partir de un momento determinado comenzaba a
centrarse ya en alguno de los personajes. Acerté.
Franck tuvo una infancia y juventud que no se pueden calificar de felices precisamente. Hablando de ella en tercera persona, algo que hace pocas veces en el libro, dice:
“(…) ya no se acuerda de cuándo la cogieron en brazos o la subieron a un regazo por última vez. Tuvo que ser hace años, si acaso en Berlín Este, aquel paraíso lejano. Y seguramente no fue su madre. No recuerda cuándo le dieron los buenos días o las buenas noches por última vez”. (p. 149)
O esta dura referencia a su madre:
“Anna defendía la igualdad en todas sus acepciones: nos trataba por igual, pero también le dábamos igual. Y todas éramos igual de libres”. (p. 158)
Y, desde luego, este resumen de sus estancias durante los primeros años de vida:
“Tras habernos criado entre incubadoras, amigos varios, una familia de acogida, diversas guarderías, un hogar infantil y múltiples niñeras, es decir, fuera de un núcleo familiar tradicional formado por un padre y una madre, salimos de Berlín Este y fuimos a parar al centro de refugiados de Marienfelde, donde nos alojaríamos por un tiempo indefinido”. (p. 306)
La autora
nació en la RDA y allí vivió hasta que su madre se trasladó en 1978 con sus
cuatro hijas, por cierto de tres padres diferentes, a la RFA. Estuvieron cinco
años entre un campo de refugiados y luego en una granja en el “norte profundo”.
Una época tampoco muy feliz para la autora porque, además de lo visto en las
citas, su madre era una fatal ama de casa y eran las hijas las encargadas de
todo.
Franck conoció
a su padre a los 15 años y este murió dos años después. En los últimos tiempos
lo estuvo cuidando y luego acudiendo al hospital dos o tres veces por semana.
No será su último disgusto profundo, pero es mejor no contar más de su
historia.
Es un tanto
sorprendente lo poco que habla de sus hermanas máxime teniendo en cuenta que
una era gemela y que no le dedica un apartado hasta muy avanzado el texto.
Decía antes que
el libro coge fuerza cuando se centra en algunos personajes, más en concreto en
Inge, su abuela materna, y en Anna, su madre. Ambas son gente de fuerte y
peculiar personalidad, y en el caso de la abuela con una historia llena de
luces y sombras.
En fin, en un
libro de 340 páginas se cuentan muchas cosas. Unas más interesantes y otras
menos o casi nada, pero sí tiene la virtud de mostrar cómo es la vida de
alguien que emigra a otro país, que diez años después será el mismo, vive de la
asistencia social, termina limpiando casas y, aunque eso no aparece en el
libro, finalmente será una escritora de prestigio. Por todo esto merece la pena
la lectura de un libro que, por otra parte, está bien muy escrito.
Julia Franck, La extraña soy yo. Traducción Belén
Santana.
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