Otra buena colección de textos de esta magnífica y
siempre sugerente escritora italiana. En este caso son once escritos de dos
épocas bastante diferentes en el tiempo y el espacio. La mayoría son de la
inmediata posguerra y de los inicios de los años cincuenta y están escritos en
diferentes lugares de Italia, y junto a ellos hay tres escritos en Londres en
1960 y 1961 que, para mí, son además de los mejores del libro.
En estos textos hay, como sucede a menudo con
Ginzburg, bastantes elementos autobiográficos, muchas interesantes
descripciones y, desde luego, reflexiones muy jugosas.
En el primer escrito, Invierno en los Abruzos, narra su destierro en un pueblo de esa
zona montañosa. Aunque está escrito con apenas 28 años aparecen ya dos
características de su obra: la capacidad evocadora y de síntesis.
En Amigo
hace un magnífico retrato parece ser que de Cesare Pavese.
Muy curiosos son los tres textos que dedica a su
estancia en Inglaterra con jugosas y a veces muy críticas descripciones. Así,
por ejemplo, su visión de la, para ella, superficialidad inglesa:
“De hecho no hay nada más triste en el mundo que una
conversación inglesa, siempre pendiente de no rozar nada esencial, de quedarse
en la superficie. Para no ofender al prójimo, penetrando en su intimidad, la conversación
inglesa zumba en torno a temas sumamente aburridos para todos, con tal de que
no revistan peligro.” (p. 43)
O el gran sentido del humor con el que trata la
comida que se hace en ese país.
También reflexiona sobre la escritura en Mi oficio, donde dice cosas como:
“Porque la belleza poética es un conjunto de
crueldad, de soberbia, de ironía, de ternura carnal, de fantasía y de memoria,
de claridad y de oscuridad, y si no conseguimos obtener todo esto junto,
nuestro resultado es pobre, precario y escasamente vital.
(…)
Porque este oficio no es nunca un consuelo o una
distracción, No es una compañía. Este oficio es un amo, un amo capaz de
azotarnos hasta hacernos sangrar, un amo que grita y condena,” (p. 101)
No obstante, si tuviera que quedarme con uno, lo
haría con el que da título al libro que empieza con un fragmento tan hermoso y
aleccionador como el que reproduzco:
“Por lo que respecta a la educación de los hijos,
creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el
ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia,
sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza
y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la
abnegación; no el deseo de éxito, sino el deseo de ser y de saber.” (p. 145)
Y todo el resto de este texto que cierra el libro
está dedicado a la educación de los hijos. Como yo estoy en la fase de tener
que educar a un hijo de 10 años, me ha resultado tremendamente sugerente y
aunque me ha reafirmado en algunas de las cosas que hago, también me ha hecho
dudar y criticar otras.
Así pues, estamos ante otro libro de Ginzburg muy
recomendable porque, además, es una escritora a la que da gusto leer por la
forma que tiene de contar las cosas.
Natalia Ginzburg, Las pequeñas virtudes. Traducción Celia Filipetto.
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