TRIBUNA: EDUARDO LAGO
La lección de Tolstói
Si se tratara de recomendar una lectura para el verano, la propuesta sería un libro que nos arrastra desde el principio: 'Anna Karénina'. Nabokov dijo que se trata de "la mejor novela de amor de todos los tiempos".
Hace unos días, durante la presentación de una novela mía recientemente traducida al serbio en la librería Dereta de Belgrado, una periodista me preguntó si creía que los best sellers acabarían con la literatura. "No", respondí inmediatamente, "los best sellers no son literatura, de modo que no puede haber sustitución". En la fracción de segundo que medió entre el no y su justificación, me bailó en la imaginación la figura de Tolstói, de quien acababa de releer Anna Karénina.
La raíz del temor expresado por la periodista serbia me aclaró inopinadamente un concepto acuñado originariamente en los medios editoriales norteamericanos que siempre se me había escapado, el de novela literaria (¿qué diablos, me preguntaba, será una novela no literaria?). De repente todo encajó: los best sellers podrán ser novelas, pero no son literatura. Los americanos, una vez más, tienen las cosas clarísimas en ese sentido. Un ejemplo: la distinción tan útil como sutil de que se sirve el suplemento de libros que publica The New York Times los domingos para desgajar de entre los títulos más vendidos una categoría aparte que aparece directamente bajo la rúbrica de Ficción para el mercado de masas.
Unos días después de la presentación, en el avión que hacía el trayecto Belgrado-Sarajevo, la azafata me dio una publicación en inglés en la que había un artículo en el que se recomendaban lecturas para el periodo de vacaciones. Hojeé la lista: todos best sellers internacionales. Y por segunda vez en unos días me volvió a la cabeza la imagen de Tolstói. Cerré la revista con malestar. ¿Podía tener razón la periodista?
Pensé en las claves que explican el éxito de los best sellers. Una de ellas es que su función es meramente entretener. Nada de inquietar al probo ciudadano, que bastante mal lo ha pasado a lo largo del año, especialmente en época de crisis. Pensar, lo menos posible, por favor. Se trata de proporcionar productos ligeros, de fácil consumo, que dejan muy poca huella, si es que dejan alguna. Por eso son efímeros: tras el ruido ensordecedor que hacen durante una temporada, o se saca al mercado rápidamente una secuela, o el producto cae irremisiblemente en el olvido. Que un título se mantenga vigente dos o más temporadas sucede muy pocas veces.
El vuelo entre Belgrado y Sarajevo dura 50 minutos. Al alcanzar la altura de crucero, decidí dejar de pensar en los procesos de estultificación colectiva que consisten en aturdir al personal con best sellers para centrarme en el significado de la aparición de Tolstói. Ya en el terreno de la literatura de verdad: ¿a qué obedece el hecho de que haya libros que siguen siendo capaces de llegar al lector no al cabo de dos o tres temporadas, sino cien años después de su publicación original, como ocurre con las obras de Tolstói?
Empecé a fraguar mentalmente un artículo de réplica al que aparecía en la revista que me había dado la azafata. A quienes se sintieran necesitados de consejo acerca de qué leer en lo que queda de verano, les propondría que se hicieran inmediatamente con una novela digna del nombre. Y si se me pidiera que singularizara un título, me pronunciaría inmediatamente a favor de Anna Karénina. Argüiría varias razones: que 2010 es el centenario de la muerte de Tolstói, que con ese motivo la editorial Alba ha publicado una nueva traducción de la novela, y para redondear invocaría el dictum de Vladímir Nabokov: Anna Karénina es la mejor novela de amor de todos los tiempos.
Verdaderamente envidio a quien jamás se haya asomado a la novela: le esperan unas horas que les costará mucho tiempo olvidar. Y el placer se reduplica en el caso de quien se decida a releerla por segunda o tercera vez: mejora con cada lectura. Yendo más allá de Nabokov: Anna Karénina es, sencillamente, una de las mejores novelas jamás escritas. En el artículo que urdí mentalmente a bordo del avión de hélice que me transportaba a Sarajevo me dirigía con particular énfasis a las víctimas del marketing que, sin saber muy bien por qué, tenían en sus manos cualquiera de los best sellers de turno. Arrójenlo a la papelera más cercana, les diría, y cambien unas horas de entretenimiento estúpido por una experiencia estética verdadera. La profundidad de emociones, el conocimiento del alma humana, la exquisita disección de las pasiones que son el centro de nuestras vidas...
Todo eso y mucho más se nos ofrece en las mil páginas de Anna Karénina. Se trata, además, y ahí estriba el milagro, de una lectura portentosamente amena, que nos arrastra de inmediato. Al leer acerca de las vidas de los protagonistas se produce un intenso fenómeno de reconocimiento e identificación: todos hemos pasado por las situaciones que se nos describen en la novela. Esa es, precisamente, la función de la verdadera literatura: indagar acerca del sentido más profundo de la existencia: de nuestra existencia, en toda su complejidad. El efecto que causa la lectura de una obra como Anna Karénina es el opuesto al que provoca el best seller. Nos hace pensar y sentir. Al cerrar la última página de esta historia, trágica y bellísima, y de una autenticidad a la que no estamos acostumbrados, algo importante ha cambiado en nosotros. Lo dejé ahí: habíamos aterrizado.
Tolstói no es más que una posibilidad, por supuesto. Su obra forma parte de un contexto formidable: la edad de oro de la novela realista. Aunque ello no basta para explicar la grandeza de una obra como Anna Karénina. Cuando Dostoievski, que en nada le iba a la zaga, terminó la lectura de la novela se echó a la calle proclamando a gritos que Tolstói era Dios. Años después, cuando alguien le dio al autor de Guerra y paz la noticia de que Dostoievski había muerto, el gigantón barbado vestido con túnica de campesino que era Tólstoi rompió a llorar con el desgarro de un niño: el gran escritor no era consciente de la profundidad del amor que sentía por el maestro de Petersburgo.
Estas anécdotas ilustran un fenómeno que siempre me ha llamado la atención: el hecho de que en ciertos momentos clave de la historia del espíritu recaiga no sobre una, sino sobre dos figuras de talla colosal la responsabilidad de cambiar el curso de las cosas. Ocurrió en el momento culminante de nuestro Siglo de Oro, con la irrupción simultánea de Góngora y Quevedo, al igual que había ocurrido unos años antes, en el contexto mayor de la literatura europea, con la aparición de Shakespeare y Cervantes, los dos insuperados hasta hoy. (Los ejemplos se pueden multiplicar: Platón y Aristóteles, determinando la trayectoria de toda la filosofía; Newton y Leibniz con el descubrimiento del cálculo infinitesimal; Wittgenstein y Heidegger levantando acta de las ruinas del pensamiento occidental...).
Ninguna novela de cierta extensión (la novela corta es otro cantar) es perfecta, pero hay un número considerable de títulos en la historia de la literatura universal que rozan la perfección. Anna Karénina es uno de los ejemplos más preclaros. La monumental Guerra y paz otro, como lo es Hadji Murat, también de Tolstói, que Harold Bloom calificó como la mejor novela corta de todos los tiempos. Como lo son las grandes obras de su contemporáneo, Dostoievski.
La novela discurriría después por otros derroteros y produciría cumbres de altura inigualable (Proust, Kafka, Joyce), pero hay algo irrenunciable en la edad de oro del género, en la que surgieron autores como Dickens, Flaubert, Melville o Galdós... La lectura de cualquiera de ellos sirve además (también había pensado poner esto en el artículo) de antídoto contra el tapujo de los best sellers. ¿Dónde creen que aprenden sus trucos sus autores? Leer best sellers es una enfermedad, pero tiene fácil cura. Empieza por la lectura de obras como Anna Karénina.
Eduardo Lago es escritor y director del Instituto Cervantes de Nueva York
No hay comentarios:
Publicar un comentario