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domingo, 5 de marzo de 2017

Artículos interesantes

Merece la pena la entrevista de Guillem Martínez con Rubén Juste a raíz de la publicación del libro de este sobre el IBEX 35. (ctxt.es)

También tiene interés, sobre todo la parte referida a la prensa, la entrevista de Elise Gazengel a la asesora del candidato del Partido Socialista francés. (ctxt.es)

Las perlas informativas de Pascual Serrano del mes de febrero vienen tan cargaditas como siempre. (eldiario.es)

Totalmente de acuerdo con todo lo que dice Josep Ramoneda sobre odio y libertad de expresión. Creo que esta semana ha habido demasiadas intervenciones desafortunadas sobre el tema. (elpais.com)

lunes, 13 de enero de 2014

La manipulación de la información




 
“La labor de Pascual Serrano es como la de Penélope, que destejía de noche lo que tejía de día, aunque él trabaja a mayor velocidad y con las mortajas que han cosido otros: las va destejiendo casi al mismo ritmo con que los periódicos y las televisiones las ciñen alrededor del mundo; las va desenredando y desmontando a medida que comparecen en las portadas y en las pantallas, para extraer y poner a la luz los intereses, las connivencias, las jerarquías, las presiones, que ocultan en sus vísceras y que convierten –las portadas y las pantallas- en auténticas fábricas de medias verdades, completas mentiras, manipulaciones alquímicas, fraudes en cadena, suplantaciones elegantes y trasplantes quirúrgicos” ( Del Epílogo de Santiago Alba Rico)
No se puede expresar mejor lo que hace Serrano y por lo que a mí me gustan sus textos. En concreto, este libro de 2008 es anterior a los otros que he leído del autor de los que Desinformación. Cómo los medios ocultan el mundo, me parece un libro fundamental sobre la información y la comunicación en el mundo actual. En general, en todos ellos la labor crítica, el inagotable alud de ejemplos de manipulación, ocultación, tergiversación, etc. es espectacular.
En el que ahora comento, la idea es analizar el tratamiento dado por los medios a la violencia o, para ser más exacto, cómo promueven y convencen de la necesidad de la guerra y la violencia. Para ello los títulos de algunos capítulos ya dan una idea de qué se trata: Apuntar al malo, Vender la guerra, Crear el miedo, Aplaudir las armas, Mirar hacia otro lado, … Además, como decía más arriba, con un conjunto de ejemplos muy buenos que es una de las características de las obras de Serrano. Aparecen como otras veces El País, El Mundo, Tele5, TVE, y un largo etcétera de medios españoles, y algunos de otros países como cuando habla de la guerra de la ex Yugoslavia o de los conflictos en Venezuela.
No siempre estoy totalmente de acuerdo con lo que dice ni con alguno de los ejemplos en los que se basa para la crítica, pero creo que al autor también le gustará que sea así.
Libro absolutamente recomendable para todo aquel interesado en la información y la comunicación. Tengo encargados en la librería dos anteriores a éste que no conocía y que por su título, Perlas. Patrañas, disparates y trapacerías en los medios de comunicación y Perlas 2, prometen seguir en la misma línea. No tardarán en aparecer en el blog.
 Pascual Serrano, Medios violentos. Palabras e imágenes para el odio y la guerra

domingo, 1 de noviembre de 2009

Artículo publicado en El País el 31/10/09 sobre la autoridad del profesor


TRIBUNA: FRANCISCO J. LAPORTA
La autoridad del profesor
El deterioro sistemático del papel del maestro nos sitúa ante un panorama desolador. No es sólo que tengamos una crisis de autoridad, es que nos acercamos a una oleada colectiva de ignorancia y estupidez
FRANCISCO J. LAPORTA 31/10/2009

Me alegra tener la oportunidad de empezar con un pequeño homenaje a don Manuel García Pelayo. Así definía él las cosas de las que aquí se va a hablar: se da una relación de autoridad -escribía- "cuando se sigue a otro o el criterio de otro por el crédito que éste ofrece en virtud de poseer en grado eminente y demostrado cualidades excepcionales de orden espiritual, moral o intelectual". Como algo diferente de la autoridad, definía así el poder: "La posibilidad directa o indirecta de determinar la conducta de los demás sin consideración a su voluntad... mediante la aplicación potencial o actual de cualquier medio coactivo o de un recurso psíquico inhibitorio de la resistencia".
Se pueden promulgar leyes, pero con normas jurídicas se ejerce poder, no se confiere autoridad
Ignorar directrices y consejos de la autoridad teórica es abandonarse a la irracionalidad
De acuerdo con ello, una hipotética ley sobre la autoridad del maestro como la propuesta el pasado mes de septiembre en la Comunidad de Madrid, y que tanto eco ha encontrado, sería un caso claro de ejercicio de poder y tiene poco que ver con las relaciones de autoridad. Con las normas jurídicas se ejerce el poder, no se confiere autoridad. Se trata, en efecto, de un acto de poder jurídico orientado a evitar que los estudiantes (o sus padres) desarrollen conductas agresivas o humillantes contra los profesores mediante el expediente de amenazarlos con una sanción penal. Y, claro, como resultado de ello es probable que tales conductas dejen de realizarse o disminuyan. Muchos han mostrado su satisfacción ante ese resultado, pero la expresan en un lenguaje ambiguo, porque atribuir legalmente la condición oficial de autoridad para poner en marcha un mecanismo penal ni crea ni incrementa la otra autoridad, la decisiva, la autoridad académica del profesor. Y ello porque una cosa es sancionar conductas claramente indeseables, y otra, muy diferente, identificar eso -como se viene haciendo- con "restablecer la autoridad del profesor".
Lo peor de esa confusión es que puede contribuir a que perdamos de vista algunos de los problemas de fondo que deberíamos abordar. Y ésos son los importantes.
Aunque proviene de fuentes muy clásicas del pensamiento, la caracterización de la autoridad en los términos de García Pelayo acaso sea considerada hoy demasiado exigente. Jóvenes estudiosos españoles (Bayón, Ródenas) han perfilado una teoría de la autoridad más acotada y rigurosa.
Mantienen que se reconoce la autoridad de otro cuando se siguen sus dictámenes con independencia de cuál sea el juicio propio sobre el contenido de esos dictámenes. Es decir, que las directrices de quien es considerado autoridad se aceptan como razones para las propias acciones con exclusión de las razones que uno pudiera tener al respecto. Si la autoridad lo dispone, eso vale ya como razón para comportarse de ese modo. No hace falta contrastarlo con otras razones. Lo que esto quiere decir, al margen de muchos matices que dejo aquí a un lado, es que la idea de autoridad sólo cabe si se piensa como algo que se incorpora a la racionalidad del individuo que la sigue. En determinadas situaciones, al seguir los dictados de la autoridad se es más racional, y sólo se es más racional cuando se siguen esos dictados.
Muchos se preguntarán por qué. Pues precisamente por algo que latía en la formulación de García Pelayo: que ciertas cualidades de quien es autoridad invitan a tomar como criterio propio lo que ella dispone. La autoridad, pues, nos presta un servicio fundamental al poner a nuestra disposición una racionalidad que necesitamos para tomar decisiones en un contexto en que carecemos de capacidad suficiente para hacerlo por nosotros mismos.
Vista desde esa perspectiva, la autoridad del profesor resulta ser una realidad innegable. Y no necesariamente porque posea cualidades excepcionales de orden intelectual o moral. Eso puede darse o no darse.
Para ser autoridad sólo le hace falta un conocimiento acreditado de su materia y una voluntad de transmitirlo. Y en ello ha de descansar la racionalidad de quien le escucha. Porque en la relación educativa el profesor suministra al estudiante unos conocimientos destinados sobre todo a servir a éste. Si el estudiante aprende, si asimila esos conocimientos, habrá realizado una opción más racional que si no lo hace; más racional, se entiende, desde el punto de vista del propio estudiante.
Esta perspectiva nueva de la noción de autoridad es lo que puede poner de manifiesto más vivamente la gravedad de la situación por la que estamos atravesando. Porque no es ya que tengamos una crisis de autoridad, es que parecemos estar cerca de una oleada colectiva de ignorancia y estupidez. O, dicho de otra manera, resulta que tener una crisis de autoridad en la escuela puede ser equivalente a experimentar un ataque colectivo de irracionalidad.
Se podría distinguir, sin embargo, entre autoridad teórica, que sería la propia del profesor (o del médico, por ejemplo), y autoridad práctica, aquella que prescribe normas de conducta para el comportamiento individual y social. Si uno no sigue las orientaciones del profesor, no aprende; si no sigue las recomendaciones del médico, no se cura. Supuesto que sea racional aprender o curarse, ignorar los consejos y directrices de cualquiera de ellos es simplemente abandonarse a la irracionalidad.
No escasean, por cierto, quienes así lo hacen. Todos hemos oído a gentes, incluso cultas, que oponen curanderías y patrañas al saber de los médicos. Con los profesores sucede a veces lo mismo. Se tienen por inútiles o banales muchas de las cosas que enseñan. Un latiguillo muy socorrido en estos tiempos es el del famoso "mercado de trabajo", incentivado ahora insensatamente por los responsables educativos con la cantinela de las "competencias" profesionales. Y, claro, no faltan padres, ignorantes por méritos propios o por la cultura televisiva de que se nutren, que desprecian lo que se enseña a sus hijos o demandan más de esto o más de aquello porque así será más fácil acceder a un puesto de trabajo o encontrar una "colocación". Lo que hay que enseñar a los chicos -repiten una y otra vez- son cosas "prácticas", cosas "útiles". Como si alguien supiera qué es eso.
Y no digamos nada de lo que sucede con la autoridad práctica del profesor. Si el componente teórico de su autoridad se cuestiona a veces, el componente práctico, es decir, el que se ocupa de la disciplina del estudiante y el orden en el centro escolar, se viene deteriorando sistemáticamente. La situación en muchos centros parece ser la siguiente: las reglas se cumplen a regañadientes, y parece natural desafiarlas. Se dice con frecuencia que todo profesor pierde una buena cantidad de su tiempo en forcejeos sobre ellas. Podría pensarse que en chicos y chicas de cierta edad ésa es una actitud casi natural; lo que es inexplicable es que venga reforzada por los padres. Y sin embargo, un día sí y otro también, allí se presentan a cuestionar las reglas o desacreditar al profesor ante el hijo o la hija, deteriorando con ello cualquier vestigio de autoridad práctica que aún pudiera quedarle.
De nuevo nos sale aquí al paso un comportamiento irracional. Y no sólo por la obviedad de que sin orden en el aula y en el centro resultará imposible cumplir el propósito educativo, sino por algo que va más allá: es que el seguimiento de reglas y la organización de las conductas en la sociedad es una condición necesaria para poder desarrollar un proyecto personal de vida. Y a respetar las reglas también se aprende en la escuela. En muchos casos más que en la propia familia. Deteriorar la autoridad práctica de los profesores, desactivando las exigencias de la disciplina o menospreciando las reglas que ordenan el centro, acaba por ser, pues, una amenaza para los propios hijos. La crisis de autoridad denota así un padecimiento general de nuestra racionalidad colectiva. No sé si somos conscientes de lo que eso supone.
Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

El Pais, 31 de octubre de 2009

domingo, 18 de octubre de 2009

Artículo de Javier Marías del 18 de octubre

Un infierno ahuyentador






JAVIER MARÍAS 18/10/2009
El pasado 2 de octubre, día en que se decidía la ciudad que organizaría los Juegos Olímpicos de 2016, una tertuliana de la Cadena SER empezó su intervención más o menos así: “Yo, como todos los españoles salvo Javier Marías, deseo que Madrid sea elegida”. Vaya fama me he creado, sin duda por el artículo que saqué aquí hace cinco meses, titulado “Tengo un razonamiento”, en oposición al equivocado “Tengo una corazonada” con que políticos, gente de renombre y particulares nos han dado la matraca. Lo curioso –y algo preocupante– es que en aquella pieza yo no expresaba deseo alguno respecto a la candidatura, sino que me limitaba a no llamarme a engaño y a vaticinar su fracaso, y lo argumentaba. “Lejos de una corazonada”, escribí, “lo que yo tengo es un razonamiento según el cual es imposible que a Madrid le otorguen esos Juegos”; y, tras mi exposición, concluía: “Lo siento por el 90% de mis conciudadanos, pero no puede haber Juegos Olímpicos en Madrid”. Ya sé que es inelegante citarse a uno mismo, y más aún incurrir en la antipática actitud que se resume en la frase “Te lo dije”. Pero qué quieren: la lata que se nos ha dado con la famosa, carísima e inútil candidatura ha sido tal que justifica casi cualquier reacción por parte de quienes la hemos padecido. En todo caso me disculpo con los que crean que, pese a todo, carezco de justificación.
Hay una contradicción evidente –pero apenas percibida por nadie– entre las inmensas ansias de albergar unas Olimpiadas aquí, pregonadas por los políticos locales y nacionales, los deportistas, los Reyes y la población en general, y lo que se hace por conseguir traerlas. No basta con las infraestructuras, las instalaciones deportivas, la red de transportes, la seguridad o la adecuación de las normas antidopaje a las de la comunidad internacional, cosas sobre las que se ha hecho tanto hincapié. Tampoco con la ilusión. Hay algo mucho más esencial, que sin duda los miembros del COI tendrán en cuenta a la hora de votar: la vida en la ciudad aspirante. Y es de todo el mundo sabido que, desde hace veinte años (desde Álvarez del Manzano en adelante: recuérdese que se lo llamaba “el alcalde topo”), Madrid es un lugar invivible por culpa de sus autoridades, dedicadas a desventrarla permanentemente sin necesidad ni ton ni son, a destruir los pocos parajes bonitos que le quedan, a violentarla sin pausa para jamás mejorarla, a tenerla como mero escenario de sus extraños negocios con empresas de obras públicas y constructoras, a enviar el mensaje de que nada de lo realizado aquí a lo largo de la historia vale la pena y que todo se puede destrozar. El vídeo que la delegación madrileña presentó en Copenhague era una sarta de mentiras. Se decía, por ejemplo, que la capital era “una ciudad verde”, cuando todos sabemos que uno de los mayores afanes del Ayuntamiento es talar árboles por doquier o construir una monstruosa “Ciudad de la Iglesia” donde hasta ahora había los preciosos jardines de las Vistillas; o que era “un espacio para pasear”, cuando todos nos las vemos y deseamos para dar cuatro pasos sin toparnos con zanjas, vallas, andamios, agujeros, ruidosas planchas metálicas, perforadoras, excavadoras, cascotes, grúas y demás. Al Presidente Zapatero, que últimamente donde pone el ojo nunca pone la bala, sólo se le ocurrió calificar dicho vídeo de “muy sincero”. Santo Dios.
Lo lamento de veras, pues se trata de mi ciudad, pero la fama de Madrid como sitio impracticable, sucio, chapucero, urbanísticamente criminal y con un centro a mitad de camino entre una favela y Beirut en guerra, es universal. ¿Acaso creen nuestras autoridades que los millones de turistas que intentan atraer no hablan luego del manicomio hostil con que se han encontrado, un año tras otro, un lustro tras otro? Cada vez que salgo al extranjero, la gente me pregunta a qué se debe el encarnizamiento con Madrid, que no se la deje nunca en paz y que sea imposible transitar por ella o disfrutarla. Esa reputación nos persigue con razón, y seguirá haciéndolo durante mucho más tiempo, porque ya será difícil zafarse de ella aun cuando este alcalde o sus sucesores vieran un día la luz y se decidieran a respetar y no tocar algo de lo que nos queda (el Paseo del Prado, la Plaza Mayor ahora también amenazada, las Vistillas ya condenadas) y permitieran que esta fuera una ciudad normal, en la que no hubiera más obras que las imprescindibles. París, Londres, Roma, Barcelona, Estocolmo, Berlín son lugares más o menos conformes consigo mismos, en los que no se saca continua tajada a costa de sus poblaciones, o en los que no se somete a una plaza emblemática como la Puerta del Sol a seis años –seis– de tortura para al final dejarla convertida en un adefesio inhóspito y vergonzoso. Si tanto desean unos Juegos Olímpicos, prueben a hacer lo que nunca han hecho, y tal vez tengan suerte a la próxima: dejen la ciudad en paz, déjenla vivir, respirar, estar limpia, trabajar, descansar. Acaben con su estrépito, cierren todos sus boquetes de una vez, quiten de en medio los martillos neumáticos y las tuneladoras, y entonces quién sabe. De momento, me reafirmo, no hay ninguna posibilidad. Los de la corazonada errónea pídanles cuentas a los responsables y exíjanles, como primera e indispensable medida, que Madrid vuelva a ser una ciudad presentable y no un infierno disuasorio y ahuyentador.