Un infierno ahuyentador
JAVIER MARÍAS 18/10/2009
El pasado 2 de octubre, día en que se decidía la ciudad que organizaría los Juegos Olímpicos de 2016, una tertuliana de la Cadena SER empezó su intervención más o menos así: “Yo, como todos los españoles salvo Javier Marías, deseo que Madrid sea elegida”. Vaya fama me he creado, sin duda por el artículo que saqué aquí hace cinco meses, titulado “Tengo un razonamiento”, en oposición al equivocado “Tengo una corazonada” con que políticos, gente de renombre y particulares nos han dado la matraca. Lo curioso –y algo preocupante– es que en aquella pieza yo no expresaba deseo alguno respecto a la candidatura, sino que me limitaba a no llamarme a engaño y a vaticinar su fracaso, y lo argumentaba. “Lejos de una corazonada”, escribí, “lo que yo tengo es un razonamiento según el cual es imposible que a Madrid le otorguen esos Juegos”; y, tras mi exposición, concluía: “Lo siento por el 90% de mis conciudadanos, pero no puede haber Juegos Olímpicos en Madrid”. Ya sé que es inelegante citarse a uno mismo, y más aún incurrir en la antipática actitud que se resume en la frase “Te lo dije”. Pero qué quieren: la lata que se nos ha dado con la famosa, carísima e inútil candidatura ha sido tal que justifica casi cualquier reacción por parte de quienes la hemos padecido. En todo caso me disculpo con los que crean que, pese a todo, carezco de justificación.
Hay una contradicción evidente –pero apenas percibida por nadie– entre las inmensas ansias de albergar unas Olimpiadas aquí, pregonadas por los políticos locales y nacionales, los deportistas, los Reyes y la población en general, y lo que se hace por conseguir traerlas. No basta con las infraestructuras, las instalaciones deportivas, la red de transportes, la seguridad o la adecuación de las normas antidopaje a las de la comunidad internacional, cosas sobre las que se ha hecho tanto hincapié. Tampoco con la ilusión. Hay algo mucho más esencial, que sin duda los miembros del COI tendrán en cuenta a la hora de votar: la vida en la ciudad aspirante. Y es de todo el mundo sabido que, desde hace veinte años (desde Álvarez del Manzano en adelante: recuérdese que se lo llamaba “el alcalde topo”), Madrid es un lugar invivible por culpa de sus autoridades, dedicadas a desventrarla permanentemente sin necesidad ni ton ni son, a destruir los pocos parajes bonitos que le quedan, a violentarla sin pausa para jamás mejorarla, a tenerla como mero escenario de sus extraños negocios con empresas de obras públicas y constructoras, a enviar el mensaje de que nada de lo realizado aquí a lo largo de la historia vale la pena y que todo se puede destrozar. El vídeo que la delegación madrileña presentó en Copenhague era una sarta de mentiras. Se decía, por ejemplo, que la capital era “una ciudad verde”, cuando todos sabemos que uno de los mayores afanes del Ayuntamiento es talar árboles por doquier o construir una monstruosa “Ciudad de la Iglesia” donde hasta ahora había los preciosos jardines de las Vistillas; o que era “un espacio para pasear”, cuando todos nos las vemos y deseamos para dar cuatro pasos sin toparnos con zanjas, vallas, andamios, agujeros, ruidosas planchas metálicas, perforadoras, excavadoras, cascotes, grúas y demás. Al Presidente Zapatero, que últimamente donde pone el ojo nunca pone la bala, sólo se le ocurrió calificar dicho vídeo de “muy sincero”. Santo Dios.
Lo lamento de veras, pues se trata de mi ciudad, pero la fama de Madrid como sitio impracticable, sucio, chapucero, urbanísticamente criminal y con un centro a mitad de camino entre una favela y Beirut en guerra, es universal. ¿Acaso creen nuestras autoridades que los millones de turistas que intentan atraer no hablan luego del manicomio hostil con que se han encontrado, un año tras otro, un lustro tras otro? Cada vez que salgo al extranjero, la gente me pregunta a qué se debe el encarnizamiento con Madrid, que no se la deje nunca en paz y que sea imposible transitar por ella o disfrutarla. Esa reputación nos persigue con razón, y seguirá haciéndolo durante mucho más tiempo, porque ya será difícil zafarse de ella aun cuando este alcalde o sus sucesores vieran un día la luz y se decidieran a respetar y no tocar algo de lo que nos queda (el Paseo del Prado, la Plaza Mayor ahora también amenazada, las Vistillas ya condenadas) y permitieran que esta fuera una ciudad normal, en la que no hubiera más obras que las imprescindibles. París, Londres, Roma, Barcelona, Estocolmo, Berlín son lugares más o menos conformes consigo mismos, en los que no se saca continua tajada a costa de sus poblaciones, o en los que no se somete a una plaza emblemática como la Puerta del Sol a seis años –seis– de tortura para al final dejarla convertida en un adefesio inhóspito y vergonzoso. Si tanto desean unos Juegos Olímpicos, prueben a hacer lo que nunca han hecho, y tal vez tengan suerte a la próxima: dejen la ciudad en paz, déjenla vivir, respirar, estar limpia, trabajar, descansar. Acaben con su estrépito, cierren todos sus boquetes de una vez, quiten de en medio los martillos neumáticos y las tuneladoras, y entonces quién sabe. De momento, me reafirmo, no hay ninguna posibilidad. Los de la corazonada errónea pídanles cuentas a los responsables y exíjanles, como primera e indispensable medida, que Madrid vuelva a ser una ciudad presentable y no un infierno disuasorio y ahuyentador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario