Hace unos días estuvo de moda hablar y escribir de la profesión de enseñante por parte, sobre todo, de gente que no se dedica a ello. Surgió el tema a raíz de una propuesta de la presidenta de la Comunidad de Madrid para considerar a los profesores como agentes públicos. Posteriormente la ha completado con la posibilidad de poner tarimas en las aulas y, esto a criterio de los centros, que los alumnos se pongan en pie cuando llegue el profesor para iniciar una clase. El objetivo que está detrás de estas medidas es mejorar la disciplina en los centros de enseñanza.
Es evidente que en los últimos años, tras la entrada en vigor de la LOGSE, los temas disciplinarios han pasado a considerarse el problema principal de un centro de enseñanza. Hay muchas causas que ayudan a explicar este fenómeno, pero quizás la principal sería la obligatoriedad hasta los 16 años. No obstante, no quiero en estas reflexiones centrarme en estos aspectos de la profesión por muy importantes que sean. Me gustaría plantear el tema de otra forma sobre todo para que podáis hacer vuestros comentarios.
Veamos. La profesión de profesor de enseñanza secundaria no se enseña en ningún centro universitario. Se exige una licenciatura y haber cursado un llamado CAP (Curso de Aptitud Pedagógica) que no sirve prácticamente para nada, ni siquiera en su parte de prácticas. Por lo tanto, todo profesor es en un tanto por ciento elevadísimo un autodidacta y, además, utilizando de forma consciente o no el método de prueba y error. Y aquí es donde aparece la idea que, desde hace unos años, tengo en mi cabeza, esto es, que la clave para ser un profesor mínimamente válido consiste en, parafraseando a Jane Austen, tener Sentido (común) y Sensibilidad.
Sentido (común). Como habitualmente se dice no es el más común de los sentidos. La clave: no hacer extravagancias ni cosas raras. Saber lo que los alumnos tienen que aprender y buscar poco a poco la mejor forma mejor para que lo consigan, teniendo siempre presente que es el alumno el que aprende y no tanto el profesor el que enseña.
¿Qué hay que evitar? El exceso de presión y también la excesiva relajación, el estar permanentemente hablando (“explicando”), el agobiar con un exceso de tareas, el no corregir las tareas encomendadas, el tardar quince días en corregir los exámenes,…
Sensibilidad. Ser capaz de ponerse en el lugar del otro, del alumno. Respeto, y cuando digo respeto no me refiero sólo a su aspecto formal que es, evidentemente, muy importante, sino también respeto intelectual, esto es: el alumno es capaz de entender y aprender un montón de cosas y, además, de hacerlo de una manera inteligente y no meramente repetitiva. Hay que facilitarle los aprendizajes pero no quitándole todas las barreras. El esfuerzo intelectual es lo que más nos ayuda a aprender.
A todo esto hay que añadir algo muy importante: la autocrítica por un lado y, por otro, la búsqueda de las críticas ajenas tanto de compañeros como, sobre todo, de alumnos. Éstas se están perdiendo en los últimos años y los mismos alumnos son cada vez menos capaces de hacerlas por falta de hábito.
Si un profesor cumple mínimamente con lo anterior tendrá la suficiente autoridad en el aula como para poder cumplir su función. En el tema del profesor como agente de la autoridad se ha tendido a confundir la autoridad con el poder. El profesor necesita tener la autoridad moral sobre lo alumnos y, sólo en casos muy excepcionales, el poder sobre ellos.
En otro orden de cosas y para concluir. Es cierto que la educación de los alumnos es una función principalmente de su familia y así tiene que ser. Ahora bien, también en un centro de enseñanza se establecen aprendizajes educativos tanto en la dinámica de funcionamiento del centro como del aula. Un profesor también educa y no lo hace por lo que dice sino por lo que hace. El profesor es un modelo y, como tal, lo puede ser tanto en lo positivo como en lo negativo.
Como decía al principio, me gustaría recibir vuestras críticas y opiniones a este borrador de ideas.
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