No se me ocurre mejor resumen del libro que el de este fragmento de la crítica en el Frankfurter Allgemeine Zeitung que la editorial ha reproducido en la solapa:
“Unas memorias contra la guerra, el catolicismo y la religión en general, la estrechez de miras de una ciudad de provincias, la intolerancia, la hipocresía, la cobardía, la mezquindad, la violencia (…) difícilmente se puede hacer algo mejor con una infancia de mierda”
La verdad es que, por otra parte, es difícil encontrar un
libro con un título tan impactante, sugerente y que, además, se ajuste mejor a
su contenido. Altmann despliega a lo largo de las 375 páginas del libro todo un
cúmulo de malos tratos tanto físicos como psicológicos por parte de un padre
que no apareció hasta que él cumplió los nueve años, una persona que, tal y
como la describe, resulta absolutamente despreciable. Alguien que perteneció a
las SA y las SS y que tras la guerra se dedica al negocio de la venta de
rosarios y demás objetos de culto religioso en Altötting, un pueblo de Baviera
al que acuden miles de peregrinos por una virgen que allí existe.
En un momento del libro se plantea cuál pudiera ser la explicación de tal comportamiento:
“¿Cómo terminó Franz Xaver Altmann convirtiéndose en esa persona? ¿Fue por la guerra? ¿Fue por su madre, enferma de puritanismo (…)? ¿Fue por su padre, un hombre frío que lo empujó a una existencia fría centrada en el trabajo (…)? ¿Fue por su propia caída de mujeriego a papá con panza? ¿Fue por Altötting, este oasis de mojigata consanguinidad que resultó ser el terreno más fértil para sus delirios de rutina, orden y crueldad? Sí y mil veces sí: fue por todo eso.” (p. 101-102)
Ahora bien, entenderlo no quita nada de importancia a su forma de proceder en casos como, por ejemplo, el de este otro fragmento:
“A mi padre nunca se le agotaban las ideas para impedir que sus hijos pudieran dedicarse a ser jóvenes. No sabría decir quién de los dos (Manfred o yo) las pasó más canutas durante los años siguientes, quién recibió más humillaciones, quién se oyó decir más a menudo que no valía ni valdría nunca para nada.” (p. 159)
Y si trataba mal a los hijos, principalmente a Andreas, no
hacía otra cosa con la madre aunque esta pronto abandonó la familia y, salvo un
intento posterior con una terapeuta de pareja, no volvió a la casa familiar.
De ella deja el autor textos como los siguientes:
“Por lo menos, mi madre no era una indeseable, ni actuaba de forma sádica y monstruosa. Era una pobre mujer, una cobarde que había visto cómo su vida discurría en la dirección diametralmente opuesta a lo que había soñado. Pero, aparte de eso, poseía una generosidad propia de una santa, una cualidad que nunca había dejado de admirar.” (p. 347-348)
“Mi madre estaba acabada, su miserable vida íntimamente ligada a sus miserables ideas. Iba a terminar como una católica de manual: doctrinaria, asexual, melancólica, muerta de miedo y contribuyente cumplida. Una oveja modélica.” (p.351)
Y si el padre y la madre reciben este tratamiento, la
religión, sobre todo la católica, está omnipresente en el libro dando con ello
cuenta del rechazo que por ella siente el autor. (Rechazo que, por cierto,
comparto al haber tenido una educación al menos en parte parecida a él). Los
profesores de religión que menciona, con sus nombres, apellidos y mote,
maltrataban a los alumnos y en un caso se trataba también de un pedófilo.
Del trato que da a la religión reproduzco este fragmento sobre la confesión que me parece especialmente conseguido:
“Cuánta arrogancia: un desconocido (el cura) le perdonaba a un desconocido (a mí) los actos y pensamientos que este había tenido contra otro desconocido (para el cura). El pastor absolvía a una de las ovejas del rebaño por sus pensamientos de oveja y sus actos de oveja y le imponía una penitencia de tres padrenuestros y tres avemarías, que la oveja recitaba de corrido nada más salir de la iglesia, para volver a sentirse como una oveja inocente. Si uno le explicaba este procedimiento a alguien que no supiera nada de la Iglesia católica, a la persona en cuestión le parecería una actuación propia de un manicomio, lógicamente: un loco se arrodillaba delante de otro loco para escenificar una obra demencial”. (p.189-190)El título lo dice todo
En fin, un libro del que se pueden decir muchas cosas, que
puede no gustar a muchos lectores porque resulta a veces algo reiterativo en lo
que narra, pero que es de una sinceridad que, como dice la editorial en la
contraportada, es comparable a Thomas Bernhard (cuyos libros dedicados a su
infancia y juventud son absolutamente recomendables). El libro termina con un
Epílogo de unas cincuenta páginas en el que Altmann cuenta a grandes rasgos
cómo ha sido el resto de su vida y cómo empezó a vivir de la escritura como
reportero a la edad de 38 años. También da alguna información realmente
terrible de su infancia que es mejor no desvelar por si quien lee este comentario
se decide a leer el libro; un libro que, por cierto, he leído en un par de
tirones porque me tenía realmente absorbido.
Andreas Altmann, La
vida de mierda de mi padre, la vida de mierda de mi madre y mi propia vida de
mierda. Traducción Carles Andreu.
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